El autobús me hizo esperar más de veinte minutos. Era una ballena metálica de piel verdosa abollada en un lateral que traqueteaba al moverse, chirriaba al frenar y resoplaba al arrancar. A mi lado, el guardia uniformado que me había escoltado fuera de la prisión me escupió su particular despedida:
─Ahí lo tienes, princesa. Tu carroza te espera.
No me molesté en replicarle. Cuanto pensaba llevarme conmigo sería el amplio abrigo y el gran sombrero de ala ancha que pretendían ocultar mi llamativa figura, una bolsa de mano con mis pocas pertenencias y un trozo de papel con una dirección garabateada en la misma. Nada más. Tan pronto como diese un paso, los muros grises, las vallas electrificadas y las puertas de cierre electrónico, así como las caras amargadas de los guardias, no serían sino recuerdos pasajeros que no tardarían en diluirse ante las perspectivas ofrecidas por un nuevo día.
─¡Es para hoy! ─increpó el guardia propinándome su último codazo. Rumié algo que nunca llegó a sus oídos y avancé hacia las puertas delanteras del autobús. La ballena, que apestaba a gasolina quemada y a caucho viejo, abrió su boca y me dejé engullir voluntariamente.
Dentro me esperaba un conductor de ánimo avinagrado. A su lado, un segundo guardián se aseguraba de que los convictos ─perdón, ex convictos─ sabríamos comportarnos de una forma civilizada en el largo trayecto que nos esperaba. Sería de lo más estúpido que cualquiera que acabara de ver cumplida su condena se dedicase a causar problemas en su viaje a la libertad, pero había aprendido a las bravas que las cárceles se rellenaban con estúpidos y con bravucones. Por unos y otros nos acompañarían dos ojos vigilantes, una mueca torcida y una porra sujeta al cinto.
Mi subida al autobús no pasó desapercibida para nadie. Con mi aspecto, ni un ciego me podría ignorar. Apenas medía un metro y medio, carecía de cuello, tenía dos largos brazos y dos pies menudos, todo ello, junto a dos antenas ─no olvidemos las antenas─ que surgían de un cuerpo ahuevado. Y era de un amarillo lima de lo más interesante. Alguien así siempre recibía más atención de la deseada.
En los primeros días de mi ingreso en prisión recibí muchos piropos imaginativos y no menos muestras de afecto. Tras romperle los dedos a uno ─los veinte─ y clavarle un tenedor en el ojo a otro, la situación cambió. Los motes dejaron de gritarse y los empujones apenas si se producían de tanto en tanto. Había dejado de ser Carahuevo, Protocaponata, Mocoman o, mi preferido, Manhateful. Era tan solo Manhatto, si bien aún había quien me apodada desde el anonimato ET el Hijoputiense. Ese lo dejé pasar.
Me senté en dos asientos a la vez. Con mi corpulencia hubiera sido imposible exigirme lo contrario. Bajo y rechoncho, era el pariente vivo de un barril amarillo. El conductor apretó el acelerador y el vehículo se puso en marcha con un bufido. Mis compañeros de viaje, cuatro tipos de muy distinta ralea que compartían la misma curiosidad por mi presencia grotesca y ridícula, gruñeron alguna cosa. Les ignoré como llevaba haciendo con todo el mundo desde mi infancia y me dediqué a observar el triste paisaje al otro lado de una ventanilla decorada con polvo, chicles mascados y pintadas que iban desde lo presuntamente poético hasta lo más explícitamente obsceno.
Al fin estaba fuera de la cárcel como también lo estaba fuera de mi propia vida. Todo lo que una vez fui había desaparecido.
El autobús no tenía más que una parada en una céntrica plaza al sur de la ciudad donde sus ocupantes nos dispersamos a los cuatro vientos. A ojos de la Ley éramos hombres ─en su sentido más amplio─ libres, pero para la sociedad éramos criaturas manchadas y corpúsculos infectos que debían mantenerse al otro lado de una barrera de muchos kilómetros de espesor.
En cuanto doblé la primera esquina y me hube apartado de los ojos de mi vigilante, tiré mi bolsa de mano a un contenedor y releí la dirección apuntada en la hoja de papel. No me costó mucho llegar allí. Mis piernas, por cortas que fueran, tenían tanta prisa como yo, y yo no veía el momento de ajustar las cuentas con muchos individuos.
Me dirigí a un despacho en el que me recibió un tipo grueso que se me antojó otro tipo de ballena de naturaleza bien distinta a la que me había devuelto a la civilización. Repartía su corpachón en gruesas capas de carne y grasa que le habían convertido en un enorme gusano blancuzco y flácido. Los chorretones de sudor se le escurrían por la frente y ambas mejillas resbalando por la piel húmeda hasta que los absorbía el cuello de la camisa que, con su color grisáceo, daba fe de su esforzada labor. Estaba sentado al otro lado de una mesa y, al hablar, el hombre gordo movía nervioso el labio superior señalado por un bigotillo similar a un manchurrón de chocolate reseco.
Era mi agente de la condicional y él nunca llegó a sospecharlo, pero le quedaba poco más de una hora de vida.
─¿Qué tal estás, … errr Manhatto? Es ese su nombre, ¿verdad?
─Sí, señor Ferriz. Siempre he tenido ese nombre. Sin apellidos.
─¡Oh, llámeme Fabián, por favor! Mis clientes son también mis amigos.
Me invitó a servirme una copa yo mismo si conseguía orientarme. Su despacho olía intensamente a tabaco. Era un cubículo de paredes de ladrillo donde las carpetas, los libros y los informes grapados constituían enormes pilares que conformaban un auténtico laberinto por el que había que caminar con cuidado. A un lado, con cierto esfuerzo visual, encontré media docena de botellas de licor y algunos vasos. Llené dos vasos con coñac y le serví uno a Fabián, que no tardó en abandonar un cigarrillo a medio consumir en un pesado cenicero de cristal que tenía al lado. Su franca sonrisa agitó la gran papada crecida bajo su minúscula barbilla.
─Tengo entendido que acaba de salir de prisión.
─Así es ─respondí─. Vine directamente. Pensé que sería mejor así.
─Lo comprendo, lo comprendo… ─Dio un tímido sorbo a su copa y rebuscó entre los documentos que atiborraban su mesa donde reparé en un grueso informe con mi nombre escrito a mano en la cubierta. El sillón crujió un poco, pero resistió su peso de ballenato. Todo en él era repugnante, incluida su voz─. Considéreme su nuevo amigo.
─Gracias.
Me señaló una silla ante él para que tomara asiento. Yo la miré con desconfianza. Si él estaba gordo, yo no le iba a la zaga, aunque en mi caso no era grasa sino mi peculiar constitución.
Como esperaba, me preguntó por mi situación pasada y mis planes futuros. Tenía claro que conocía mi expediente y toda mi vida, mejor que yo mismo, pero no vi inconveniente en relatársela.
Mi historia era conocida por todos. No en vano, había sido un caso público desde que me encontraron abandonado en un portal siendo aún un recién nacido. Fuera lo que fuera yo, estaba claro que no era un bebé sonrosado, lo que implicaba que nunca me convertiría en un humano; ni corriente ni particular. Era un monstruo, una criatura extraña, un experimento fallido, un alien, un engendro, un ectoplasma, un… ¿un qué? Nadie lo supo jamás, pero estaba vivo y, siendo menudo y torpe, también era mono. Eso me salvó de terminar mis días en una perrera o en el Área 54.
Me criaron siete familias distintas, lo que venía a decir que no tuve ninguna propia. Tampoco me hizo falta. Apenas apareció una foto mía en un periódico y algunas secuencias de video en la tele, me hice tan famoso que adquirieron los derechos para mi cuidado y, sobre todo, la difusión de mi imagen. Así fue como me convertí en la estrella mediática más importante de la televisión. Series como Mi pequeño alien, Hay un monstruo en mi sopa y Siempre Manhatto barrieron todos los índices de audiencia en prime time. Nadie podía competir conmigo. Menos fortuna tuve en el cine, aunque las tres películas que protagonicé obtuvieron sustanciosos dividendos. Sin embargo, mi mayor baza fue la de ser un monstruito pequeño, adorable y amarillo que hacía las delicias de niños y niñas en sus hogares por las noches. Me hice rico antes incluso de saber para qué servía el dinero. Los estudios de televisión se disputaban mis apariciones con cifras mareantes. Y, por más que rebuscasen, jamás se descubrió la menor pista acerca de mi origen.
El único y principal problema al que me tuve que enfrentar fue el mismo al que lo hacía cualquier otro niño estrella de la televisión: la madurez. Los engendros podían ser enternecedores mientras mantuvieran una apariencia infantil, pero al crecer se convertían en seres asquerosos y desagradables. Y yo crecía muy rápido. Los intentos de repetir las antiguas series fracasaron; las búsquedas de nuevos caminos interpretativos dirigidos a un público adulto se saldaron en otros tantos fracasos, cada cual más acusado que el anterior. Nadie me soportaba ya como un tierno monstruito, porque resultaba patético, pero aún menos atraía como un monstruo grande y feroz. Yo no daba miedo; sólo lástima. A pesar de todo, seguía siendo rico. Mi fortuna había crecido como la espuma y todavía podía vender de una forma más que aceptable los derechos de emisión de mis viejas series.
No fueron los únicos cambios en mi vida. Que ya no gustase al público no quería decir que no le gustase a nadie.
Nadia era una mujer rubia, de cuerpo perfecto, cara perfecta e intenciones imperfectas. Dijo que se enamoró de mí desde el primer momento y yo la creí. Era un estúpido. Peor aún, un estúpido confiado. Me tragué todas sus mentiras como si fuera un niño que se negaba a creer la realidad de Santa Claus. Lo que Nadia quería era mi dinero, una fortuna que tenía a su alcance a poco que alargase las manos cuidadas por su esmerada manicura. Ella era inteligente, pero sobre todo una buena actriz, lo cual era más irónico dado que me pasé toda mi vida rodeado de guiones e intérpretes. Debí comprender la verdad apenas me dijo lo mucho que me quería, pero me aferraba a la idea de que incluso a mí se me podía amar a pesar de mi aspecto. Como dije, era estúpido. En mis series de televisión me había hartado de vivir ese tipo de situaciones con su inevitable final feliz. ¿Por qué no iban a hacerse realidad?
A Nadia la había enviado un tipo llamado Gran Tom, un mafioso que controlaba media ciudad mientras batallaba por el control de la otra mitad en manos de Chicco, otro criminal de su misma calaña en guerra con él desde hacía varios años. Nadia resultó ser una de sus mejores agentes de campo cuya única misión era la de desplumarme. Con lo que ni siquiera Gran Tom contó era con que la mujer y su supervisor, un tipo apodado Razzo, se enamorarían y decidirían quedarse con mi dinero en lugar de transferirlo a la cuenta de su jefe. Yo les busqué de inmediato, pero Gran Tom les encontró antes.
Un día después sus dos cuerpos aparecieron en un callejón oscuro con sendos disparos en la frente. Fue entonces cuando se descubrió el lío de aquella pareja, cómo me habían estafado y cómo yo no tenía una coartada sólida para la noche de autos. Eso bastó para mandarme a la cárcel de forma preventiva como presunto autor de un doble homicidio. Tenía medios, motivos y oportunidad. Era cuestión de tiempo que hallasen las pruebas oportunas para condenarme. Ocho meses después atraparon a un asesino a sueldo que, entre otros delitos, confesó la muerte de Nadia y Razzo. Con esa declaración se retiraron las acusaciones contra mí. Había recuperado la libertad, sí, pero a costa de perder mi fortuna, con las puertas de los estudios de televisión cerradas para siempre y con todos mis contactos y amigos desaparecidos de mi agenda. Nadie quería saber de mí sino era para saber que estaba lejos. O muerto. Yo no era sino una moda caducada, una burla de mí mismo que apestaba. Los tipos con cuerpo de huevo, antenas y de color amarillo éramos un viejo chiste.
─Pero no pienso quedarme encerrado en casa para lloriquear ─concluí tras terminar mi relato a Fabián─. Hoy es el primer día de mi nueva vida y estoy decidido a aprovecharla bien. Estoy libre y pretendo estarlo para siempre.
Fabián recordó su cigarrillo, pero no encontró sino una colina humeante en el borde del cenicero. Movió la cabeza contrariado y se consoló apurando su copa.
─Lamento que el curso de su vida haya ido por esos derroteros.
De haberlos tenido me hubiera encogido de hombros.
─Es lo que pasa a veces. No es culpa de nadie.
─O sí ─replicó enarcando una ceja. Comprendí a lo que se refería. No pude sino darle la razón.
─Tiene razón. Nadia y Razzo son los culpables. Ellos me pusieron los cuernos, atributos que no necesito con mi aspecto. Y su jefe, ese Gran Tom, también sería culpable. No en vano, el plan fue cosa suya.
─No del todo.
─Cierto, no del todo, pero fue quien empezó a hacer rodar la bola.
─¿Y no les guarda rencor?
Me puse en pie, inquieto. Traté de pasear por el despacho, cosa harto difícil dado el poco espacio disponible y el volumen de mi corpachón. Fabián estaba haciendo lo que tenía que hacer, y eso era descubrir cuales eran mis intenciones futuras y en si me iba a convertir en un miembro productivo de la sociedad que, teóricamente, me había acogido. Decidí ser justo con él: dado que tenía que matarle, al menos que muriera sabiendo la razón última de todo.
─Evidentemente, sí, pero, ¿qué puedo hacer? Mi chica y su amante están muertos. ¿Y qué soy yo frente a tipos así?
Algo en mi tono de voz preocupó al gordo.
─Por favor, siéntese. Me… me pone nervioso que la gente deambule por aquí sin ton ni son. Casi hemos terminado.
─Disculpe ─dije, pero lejos de hacer lo que me había pedido, me acerqué a su lado. Fijé los ojos en la carpeta de cartulina que llevaba mi nombre escrito. Él debió darse cuenta, porque, con cierta discreción, apoyó su manaza encima y lo apartó cuanto pudo. Entonces, mis ojos se detuvieron en el gran cenicero de cristal que tenía ante mí. Era de buen tamaño y, según deduje, debía pesar lo suyo. Sí, me iba a servir.
─Manhatto, por favor, la silla… ─A la par, apoyó las yemas de los dedos en la manilla del cajón superior de su mesa. Se le veía muy alterado.
Ignoré su petición, casi con voz suplicante, y seguí hablando.
─Chicco y Gran Tom se disputan la ciudad como dos perros lo hacen con un hueso. En cuanto uno consiga liquidar al otro se hará el dueño de todo y se volverá imparable. Nadia fue uno de sus soldados destinados a la vanguardia. Las guerras requieren mucho dinero, y yo tenía bastante, créame. Mi fortuna arrastraba muchos ceros. ¿Y qué me queda ahora?
─No diga eso, seguro que…
Continué sin hacerle el menor caso.
─Debí darme cuenta de que Nadia no era trigo limpio, pero, monstruo o no, seguía tan necesitado de esperanza como cualquier otro. Si por esa puerta apareciese una mujer hermosa y le dijese que le ama y que le desea, ¿no haría lo posible por convencerse de ello? Nadia jugó conmigo, como lo hizo su jefe. Razzo fue el tipo que estaba en el momento adecuado para liarse a mi chica y en el momento inadecuado cuando Gran Tom quiso saldar las cuentas. Supongo que, a su manera, también ellos fueron unos estúpidos confiados. Gran Tom no es de los que perdonan. En eso, al menos, ya tenemos algo en común.
─¿Qué? ─Fabián me miraba sin comprender. Echaba raudos vistazos a la puerta de salida, pero él no era sino un ballenato que había encallado en una playa. El mar se retiraba y un lobo amarillento de figura extraña se acercaba lentamente a su vera.
─¿Mis planes futuros? Me gustaría decir que vengarme de Nadia y su amante, pero alguien se me adelantó. ¿Y de Gran Tom? Como ya dije, ¿qué puede hacer un tipo como yo contra alguien como él?
─Nada… ─susurró la gran ballena blanca. Más que sudar, rezumaba aceite. Temblaba con ligeros espasmos. Por primera vez que recordase, mi aspecto realmente provocaba miedo. Tal vez hubiera necesitado mejores guionistas. O una mayor motivación para causarlo.
─Lo bueno de la cárcel es que da tiempo para pensar.
─¿Y qué… qué ha pensado?
─Que con mi aspecto y mis antecedentes, me costaría demasiado tiempo conseguir una pistola.
Le llegó entonces la epifanía y, desesperado, se apresuró a abrir el cajón. Yo fui mucho más rápido que él. Me bastó con agarrar su cenicero de cristal, levantarlo por encima de mi cabeza y usarlo como martillo pilón en la suya. Uno, dos, tres… Conté hasta siete golpes antes de parar. El cráneo de Fabián se había abierto como una sandía que descubría sangre y masa encefálica salpicada de trocitos de hueso. Asqueado, tiré el cenicero al suelo y cogí el expediente policial que llevaba mi nombre. Allí estaba todo, un informe pormenorizado de quién fui y quién creían que seguía siendo. Todos se equivocaban, pero, por el momento, más me valía mantener el engaño. Al empujar hacia atrás el corpachón de Fabián, revisé el contenido del cajón que con tanta ansiedad se había interesado instantes antes. Allí encontré una pistola, una Colt, un último recurso para protegerse de la mala calaña con la que habitualmente debía tratar. La cogí sopesándola. Las únicas armas que había tenido en las manos hasta el momento eran de atrezo. Era una sensación distinta, pero con la pistola en las manos me sentí mejor. De algún modo, era el primer paso para encontrar la que iba a ser una nueva vida.
Me marché de allí apenas estuve seguro de que el incendio que asolaba el despacho carbonizaría todo lo que contuviera, especialmente mi expediente. Procuré que nadie reparara en mí mientras me alejaba con el cuello de mi abrigo subido y el sombrero bien calado. A cierta distancia asemejaría un tipo cualquiera. No quería ser sospechoso de asesinato tan pronto.
Primero tenía que matar a unos cuantos más.
El Honolulu era un restaurante de lujo que, según rezaba el cartel dorado de la entrada, cerraba los jueves.
Lo que no decía era que dicho establecimiento era propiedad de Gran Tom, ni que estaba cerrado para el público, no así para el dueño. Los jueves, día especial para el reputado y agresivo hombre de negocios, era cuando él y su cohorte formado por un fiel secretario, un par de mujeres presumidas y entre dos y cuatro celosos guardaespaldas, disfrutaban de las delicias de un menú tan variopinto como selecto y de una carta de vinos tan elegante como satisfactoria.
Eran las diez y cuarto, era jueves y Gran Tom ya estaba allí.
Aun desde la esquina en la que me encontraba se podía escuchar la música. Los acordes melódicos de una orquesta atravesaban las paredes e inundaban una calle desnuda donde el tráfico había desaparecido y donde una lluvia de tarde había humedecido el asfalto despertando olores añejos. Las risas, masculinas y femeninas, mostraban el buen humor reinante en una noche que todo lo prometía.
Recorrí la acera desde el final de la calle arrastrando los pies y tropezando con papeleras, postes de teléfono y fachadas. De tanto en tanto, rumiaba algún gemido o un par de gritos ahogados. El vigilante apostado en la puerta principal del restaurante me descubrió apenas di unos pasos, y me olvidó apenas di algunos más. Para él, yo no era sino un borracho que no recordaba dónde podía dormir la mona. Avancé hacia él despacio, sin la menor prisa. Cuando no distaba más de cuatro metros de su lado, me situé entre dos coches aparcados e hice una excelente interpretación de un tipo vomitando. Desde luego, él apartó la vista asqueado de mi dirección y, desde luego, yo aproveché para avanzar hacia él a toda velocidad, clavarle la pistola en las costillas y descerrajarle a bocajarro dos tiros. Al otro lado de las paredes, la música fluía con un ritmo agitado que invitaba a bailar y a divertirse. Las risas estallaban unas tras otras.
Arrastré al guardaespaldas a una esquina del portal. Sólo me había interesado quitarlo de en medio, pero apenas le moví encontré algo más interesante: colgada del cuello y un hombro llevaba una ametralladora Thomson provisto de un cargador en tambor con capacidad para cien cartuchos. La providencia se había compadecido de los monstruos amarillos.
Abrí la puerta del restaurante de una patada. Siete pares de ojos se volvieron hacia mí para descubrir quién se había atrevido a interrumpir su, hasta entonces, placentera velada. La música se apagó, las risas se acallaron y las voces enmudecieron. Era mi llamada, pensé. Alcé el cañón de la ametralladora y me puse a tocar mi canción preferida dedicándosela a una persona en especial.
Serpentinas de colores brotaron de la boca del cañón y cruzaron el salón de parte a parte. Apenas amartillaron los primeros compases, mis anfitriones se pusieron en pie deseosos de bailar. Agitaron las manos, movieron los pies, torcieron los cuellos y abrieron las bocas, pletóricos y jubilosos por el festín musical que les ofrecía a todos y a cada uno de ellos. Con el dedo presionando el gatillo de mi ametralladora, los siete asistentes al salón del restaurante danzaron frenéticos mientras platos, cubiertos, mesas, cuadros y lámparas crujían y explotaban en mil trozos que caían al suelo como confeti. La música proseguía, y mis agasajados bailaban para mí.
El secretario, un tipo delgado armado con un traje barato y gafas de metal, apenas fue capaz de moverse desde detrás de la mesa. Una de las chicas que llevaba un escotado vestido fucsia invitó a uno de los guardaespaldas a bailar con ella, marcándose unos movimientos que les llevó a quedar uno junto al otro, abrazándose. Otro de los hombres quiso refugiarse en la cocina, pero jamás avanzó más allá del espacio comprendido por un par de mesas. Los demás corrieron idéntica suerte. Y Gran Tom…
Mi viejo y buen amigo. Hola, Gran Tom. Cuánto tiempo sin verte. ¿Qué has hecho en todo este tiempo? Quizás no te acuerdes de mí, pero yo no te he olvidado ni un solo instante del tiempo que hube de pasar en la puta celda a la que me enviaste.
A Gran Tom le gustó sobremanera mi pieza musical. La ametralladora era un instrumento fácil de tocar, práctico, sonoro, fiel y bien afinado. Esquirlas de fuego partían lentamente de mis manos y se dirigían con dulzura hasta el cuerpo rechoncho y corpulento de mi querido amigo. No le llamaban Gran por capricho. Recibió cada uno de mis besos con afecto. Se le notaba en su rostro, animado, excitado. Me miró incrédulo como si fuese un espectro surgido de algún día de su ayer y del que pensó que jamás se tendría que acordar. La Thompson crujía una y otra vez con un traqueteo que provocaba cosquillas en mis manos, pero Gran Tom temblaba conforme las balas le perforaban piernas, brazos y vientre, atravesándole, escupiendo de cada herida chorros de sangre que salpicaban el aire poco antes de hacerlo sobre el suelo alfombrado.
Y mientras los convidados a mi particular fiesta se lo pasaban en grande, con relámpagos de luces, con confeti de madera y porcelana, con pies destrozados de tanto bailar y manos nunca quietas, yo reía. La ametralladora les iba acribillando con la fuerza de un tornado de fuego y odio, pulverizándoles carne y hueso, desgarrando nervios y tendones. Mantuve la yema del índice clavada en el gatillo que presionaba con todas mis ganas, haciendo oscilar mi arma de parte a parte, atrapando con los disparos a todo aquel que osaba moverse, al que intentaba levantarse, al que procuraba ocultarse. Convertí el restaurante en un salón de baile y a siete comensales en siete monigotes cuyos cuerpos de trapo y algodón se desparramaron por doquier.
Todos ellos murieron una vez y bien hubieran podido hacerlo cien veces más. Me reía apenas puse un pie en el local y estallaba en risotadas histéricas y crueles mucho después de verme rodeado de sus cadáveres despedazados. Cuando poco después conseguí escucharme, enmudecí asustado. Del cañón de la ametralladora flotaba una voluta de humo gris que ascendió por el aire formando un signo de interrogación, preguntándome qué iba a suceder ahora.
Aguardé un par de minutos tratando de recordar qué hacía allí y el porqué de todo ello. Entonces, solté la ametralladora que cayó pesadamente al suelo como un trozo de hierro inservible, escupí al suelo y me marché.
Taché de mi lista aquellas muertes y seguí leyendo. Aun encontraba nombres en ella.
El despacho de Chicco estaba en la quinta planta de uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Naturalmente, no era así como se le conocía; no en el mundo legal. Chicco era un alias y era cuanto me importaba.
En la antesala de su despacho me recibió una muchacha joven, de largos rizos rubios y delicada figura, sentada tras una mesa sobre la que figuraba un letrero metálico con el nombre de Deborah. Su profesionalidad le impidió saltarme con lo que ya era una pregunta habitual de todo aquel que me veía por primera vez:
─Muy divertido, pero ¿cómo consigues que se mueva? Parece de verdad.
Como ya tenía aprendido, mi apariencia rara vez causaba miedo; básicamente, era incredulidad. Nunca dejaría de ser un monstruo ahuevado y amarillo, una criatura esperpéntica y absurda que, en aquellos momentos, había dejado de ser paciente.
La agarré de sus preciosos rizos rubios y la saqué de su parapeto para arrastrarla de muy malos modos fuera de la mesa. Chilló y gimió de dolor, pero los bicharracos esperpénticos y absurdos éramos inmunes a los lloriqueos de las secretarias idiotas. Tiré de ella sin la menor consideración mientras desfilábamos por un corto pasillo cercado por paneles de madera hasta toparnos con una puerta sobre la que se leía: «José Enrique Dobler. Abogado». Giré el picaporte y, para desconcierto del tipo que estaba dentro, entramos.
─¿Qué coño…?
El abogado de día y mafioso de noche se levantó de inmediato apenas nos echó la vista encima. Nos miró a ambos, aún sin saber si dar crédito a sus ojos, si llamar a la policía, a su seguridad privada o a un loquero. Que a primera hora de la mañana alguien con mi aspecto irrumpiese en un despacho acompañado ─no voluntariamente─ de su secretaria requería de cierto tiempo para asimilarlo.
Solté a la mujer y fijé los ojos y el cañón de la pistola en la cabeza de aquel hombre al que no había visto en la vida.
─¿Qué vas a hacer? ─le pregunté. Él, que no era tonto, comprendió de inmediato.
─¿Sentarme muy despacio?
─Muy bien.
─¿Y mantener las manos sobre la mesa?
─¡Premio!
Chicco echó un vistazo a su secretaria. Aún yacía acurrucada en un rincón, sollozando y gimiendo por lo bajo, no fuera a reparar en ella por segunda vez.
─¿Te importa si Deborah se marcha? ─me dijo─. Los negocios requieren cierta privacidad.
─Que se marche, pero…
─Lo sé, lo sé ─concluyó él. Se dirigió a la muchacha─. Deborah, todo está bien. ¿Me escuchas? ─Deborah, tras ciertos instantes de desconcierto, asintió─. Sal fuera y tómate algo. ─Ella volvió a asentir. Se encaminó hacia la puerta─. Ah, y no hagas nada, ¿has entendido? Quédate en tu mesa y no hagas nada.
Trastabillando, como si no recordara cómo usar sus piececitos enfundados en dos zapatos rojos de tacón, salió fuera. En cuanto cerró la puerta tras de sí, preguntó haciendo el amago de sentarse:
─¿Puedo…?
─Sí ─respondí lacónicamente. Mantuve la pistola a la vista.
─Eres… Manhatto, ¿verdad?
─Sí.
─Creo que no nos conocemos. Bueno, yo a ti sí. Vi algunas series tuyas. Eran muy divertidas.
─Sí.
Nos quedamos quietos, cada uno sentado en su silla, con las manos cruzadas al frente. Éramos dos amigos haciendo turno en la cola del dentista, aguardando el autobús, esperando que nos sirvieran un café. Él me vigilaba y yo a él. Los minutos pasaron y, cuando fueron suficientes, decidí hablar yo:
─Gran Tom está muerto.
Chicco enarcó las cejas.
─¿Cómo?
─Gran Tom está muerto ─repetí paciente.
─¿Muerto? ¿Quieres decir que…?
Asentí.
─¿Y tú le has…?
Volví a asentir.
─Vaya ─dijo sin más. Se echó hacia atrás dejándose caer sobre el mullido respaldo de su sillón. Era fácil adivinar lo que pasaba por su cabeza, no así el orden adecuado. Llevaba años queriendo escuchar esas noticias que le había brindado para desayunar. Y, así sin más, las tenía servidas en una bandeja de plata. Gran Tom había muerto. Entonces, los engranajes de su cabeza empezaron a rotar y a girar, y con ello los músculos faciales se tensaron en lo que podía pasar por una sonrisa lobuna─. ¡Vaya! ─dijo una vez más. Luego, empezó a pensar más allá de la primaria satisfacción que le reportaba todo aquello y se interesó, esta vez de verdad, por mí─. ¿Por qué?
─¿No lo sabes?
Lo meditó un instante y asintió despacio.
─Venganza.
─Sí, venganza ─acordé─. Mi novia me engañó, pero alguien se encargó de ella y de su amante.
─Gran Tom.
─Sí. A su manera, también él tenía motivos para hacerlo. Nadia me robó a mí y, en cierto modo, le robó a él. Era imposible que lo dejase pasar.
─Hubiera parecido débil. Cualquiera de los suyos no habría dudado en dar un golpe sobre la mesa.
─Pero ¿en qué lugar me dejaba a mí?
─En la cárcel. Leí las noticias al respecto. Fuiste noticia de portada durante semanas.
─Lo imagino. Cornudo, arruinado y preso. El lote completo.
Chicco asintió dándome la razón.
─Y, para colmo, sin poderte vengar. No de tu chica, al menos. Ni de su amante. Gran Tom se había encargado de ello privándote de la venganza, así que se lo hiciste pagar. Además, fue el artífice de todos tus problemas.
─Todo es verdad ─acordé.
─¿Y mereció la pena?
─¿El qué?
─Matarle. Llevo años queriéndolo hacer yo mismo, pero nunca tuve la oportunidad. En cambio tú, vas y le matas. ¡Increíble!
─No lo hice por ti.
─Lo supongo, pero no deja de ser cierto que me has hecho un gran favor.
─Un enorme favor.
Asintió una vez más. Su sonrisa lobuna se convirtió en la del Lobo Feroz. Por dentro estaba a punto de ponerse a bailar.
─¿Qué quieres? ─inquirió curioso.
─¿Que qué quiero?
─Por eso estás aquí, ¿no? Has liquidado a mi viejo enemigo. Eso merece algo más que una recompensa.
Moví la cabeza.
─Gran Tom no era sólo tu viejo enemigo ni el cabrón al que quería ver muerto. Era mucho más. Por años os habéis disputado la ciudad. Los dos erais viejos perros que libraban batalla tras batalla por hacerse con la Ciudad de los Huesos. Ahora que él ha muerto, el que se siente en tu sillón tiene claras opciones de hacerse con un territorio nunca visto. Ya no hay guerra; es el turno del saqueo y establecer las nuevas reglas del juego. Gran Tom ha muerto y, con él, ha caído su imperio. ¿Empiezas a ver las posibilidades?
─Sí. ─Chicco, reclinado sobre su sillón, unió las yemas de los dedos en una pose pensativa─. Créeme si te aseguro que las veo. Grandes posibilidades. ─Cayó en la cuenta de que seguía ante él y que no era producto de la resaca. Se incorporó en el asiento encarándose conmigo─. ¿Qué quieres entonces? ¿Ser parte de mi organización?
─No ─dije poniéndome de pie─. No quiero partes. Lo quiero todo.
─¿Qué coño…?
Levanté la pistola, le señalé la frente y disparé. Por enésima vez, Chicco cayó hacia atrás, ahora con un agujero del tamaño de un dedo meñique en la frente y un reguero de sangre que resbalaba por una mejilla. Afuera, más allá de la puerta, escuché un agudo chillido.
Me levanté despacio. Estaba cansado, pero tenía mucho que hacer todavía. Rodeé la mesa, agarré a Chicco por las solapas de su camisa y le saqué del que ya era mi sillón. Como cadáver, Chicco no parecía muy distinto a Gran Tom. Dejé la pistola sobre la mesa y pulsé el botón rojo del interfono interno:
─¿Deborah? ─llamé con voz suave─. Haz el favor de venir. ─Aguardé un instante. Luego, repetí la orden en un tono más acuciante y duro─. ¡Ahora!
Apenas unos segundos después escuché unos tímidos golpecitos en la puerta.
─Pasa.
La puerta se abrió y los rizos rubios de la secretaria se asomaron junto con el resto de un rostro compungido y tembloroso.
─Entra, no te quedes ahí. ─La invité a pasar con un gesto de la mano.
Ella obedeció muy despacio. Apenas había dado dos pasos en el interior del despacho cuando descubrió el cuerpo de su antiguo jefe. Yacía boca abajo en el suelo como si fuera la piel disecada de un oso o un león. Ahogó un gemido llevándose las manos a la boca. Tenía el rímel de los ojos corrido por los lloriqueos previos, pero no intentó, o no pudo, retroceder.
─Siéntate, por favor ─le dije señalándole la silla que yo mismo había ocupado poco antes. En cuanto ella así lo hizo, apoyé la mano en la pistola haciéndola girar hasta que apuntó en su dirección. Aparté la mano, pero ella no dejó de vigilar la pistola temiendo que se disparase de un momento a otro─. Te llamas Deborah, ¿verdad? ─incapaz de mirarme, asintió una y otra vez─. Deborah… ¡Deborah! ─Al fin rompió el hechizo de la pistola y dirigió sus ojos hacia mí. Con suavidad, casi con dulzura, le pregunté─: Dime, Deborah, ¿te gusta vivir?
CARLOS MARTÍ