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miércoles, 24 de octubre de 2012

ABRACADABRONES - Relato de terror para Halloween por Carlos Martí




La fiesta de cumpleaños del pequeño Quico no salió, exactamente, como sus padres habían estado planificando en los últimos dos meses.
Para ser precisos, aún en el caso de haberse llevado a cabo las directrices de tan esforzados padres ─Tomás y Anabel, siempre encantados de conocerse─, el homenajeado tampoco hubiera quedado satisfecho. La diversión del infante estaba lejos de constituir ningún tipo de prioridad. Había cosas más importantes en juego que menudencias de tal calibre.
Tomás y Anabel, o Anabel y Tomás, que solo ellos dos concedían importancia ─mucha─ a tal cuestión, eran dos abogados de gran reputación pertenecientes a una firma cuyo nombre solo debía pronunciarse desde el centro de un pentagrama pintado con la sangre de los litigantes a los que acababan de arruinar. Siempre hambrientos de añadir nuevas amistades ─presas─ a su círculo social, no perdían la ocasión de celebrar fechas tan señaladas como aquella para estrechar lazos ─al cuello y al bolsillo─ con la más selecta ─¡ejem!─ élite de la ciudad.
A pesar de su tierna edad, Quico tenía sobrada experiencia en saber cómo eran sus padres, cómo eran sus convidados y cómo iba a ser su fiesta de cumpleaños.
Una mierda.
Era un muchachuelo regordete, de cabello cobrizo, sonrisa dentuda y que aparentaba unos cuantos años más que cualquiera de su clase. Celebraba su décimo cumpleaños, y sus progenitores, esposos entregados a la felicidad de su anexo desgravable a Hacienda, habían alquilado una terraza de inmejorables vistas urbanas en lo alto de un magnífico hotel. Para beber, se ofrecieron gaseosas baratas para los críos y buen licor para los padres. Disponían, además, de un distinguido servicio de catering con variados canapés, huevos rellenos decorados con diferentes motivos, tostaditas crujientes, tarros de coloridas salsas, empanadillas y otras muchas exquisiteces. Las habían colocado ordenaditas en las bandejas de plata como si se tratase de un desfile de soldados que a paso marcial habían sido destinados a primera línea de combate de una guerra cruenta y atroz que nunca entenderían. El enemigo, de muy buen saque, por cierto, masacró los batallones a los diez minutos de verse las caras. Los padres invitados ─el enemigo─ eran socios, clientes, rivales y contactos de renombre; en definitiva, todos aquellos que bien valía la pena tener a la vista.
Según observó Quico, hasta invitaron a alguno de sus amigos a la fiesta. Un error lo tenía cualquiera.
Allá a las seis de la tarde, por eso de que los críos se callasen de una vez, empezó el espectáculo. Los espectáculos, mejor dicho. No en vano, todo era poco para celebrar lo que estuvieran celebrando.
Los payasos fueron decepcionantes. Un hombre y una mujer, vestidos con trajes de colores estrafalarios y numerosas capas de pintura chillona en la cara, se afanaron por distraer a los niños con falsas caídas, cachiporras de goma, globos silbantes, juegos malabares y cojines de la risa que proporcionaron las únicas risas del show. El despiadado jurado sentado en las sillas plegables que tenían enfrente se quedó callado por diez tensos minutos hasta que recordó que disponía de media tonelada de canapés de atún y huevos rellenos para azuzar a los payasos a marcharse con sus trastos a toda prisa. Aun debieron dar gracias a que no emplearon tenedores, cuchillos y cucharillas que algún inconsciente había dejado al alcance de sus regordetas manos.
El teatro de guiñoles duró aún menos. Cuando los tres actores ─dos hombres y una mujer joven─ empezaron a montar el escenario de cartón y madera, los niños se miraron entre sí con el ceño fruncido. Cuando el presentador les fue anticipando la historia venidera, los niños hicieron acopio de más munición. Cuando la chica, temblando, abrió una cesta de mimbre para buscar el guiñol correspondiente, cometió un gran error: dejó que los niños oliesen su miedo.
En fin, salieron a mayor velocidad que los payasos, lamentando que Herodes no regresara de entre los muertos para la culminación de su gran obra.
Por último, el mago. A los niños les gustaba la magia. Eso comentaron los padres ─¿ya había mencionado que se llamaban Tomás y Anabel? Por si acaso─. Así que contrataron a un joven de veintitantos años, alto, espigado, de cabello oscuro ensortijado y mirada bovina parapetado tras unas gafas de pasta. Vestía lo que se suponía que era una especie de frac blanco con adornos conformados con lentejuelas brillantes. No tardó mucho en quedar claro que su experiencia era limitada, su currículo, exagerado y, sus honorarios, modestos. Con muy poca perspicacia había decidido llamarse el Gran Nemo.
No pasó ni tres segundos hasta que se le acuñó con el sobrenombre de Nemo el memo. El chico de la ocurrencia fue, desde luego, Quico, consiguiendo más carcajadas que los payasos y los actores de los guiñoles juntos. En voz baja, Nemo le bautizó como Quico cara de mico. Empate.
Los trucos de cartas fueron, siendo magnánimos, aburridos.
─¿Es esta tu carta? ─preguntó un acalorado Nemo a Quico. Éste negó con la cabeza. En realidad sí lo era, pero se aburría y encontró en el sudoroso rostro del joven algo de sustancioso entretenimiento. Dos a uno.
Alguien desde el público, gritó:
─¡Yo si tengo tu carta... de despido, Nemo el memo!
Los
cabroncetes..., es decir, los niños, se echaron a reír con ganas. Lejos de ellos, al
fondo de la sala, los padres de los chicos dirigieron algún que otro vistazo hacia allí, y corroborando que ninguno había activado la alarma ni prendido fuego a nada importante, y que parecían estar divirtiéndose, volvieron a lo que les tocaba. Solo uno de ellos, Tomás, quedó extrañado:
─¿Pero no habían unos payasos? ─La cuestión no tardó en quedar olvidada.
El mago continuó. Guardadas las cartas y abucheado cuando mostró una ristra de anillas de acero aparentemente imposibles de desligar, el Gran Nemo parecía un tanto perdido en mitad de su sencillo escenario constituido por una gran caja y una mesita de madera cubierta por un tapete. El frac había dejado de ser blanco inmaculado para tornarse, en las axilas y en el cuello, de un gris sucio y húmedo. Los chavales le taladraban con la mirada. Él, que había presenciado el fusilamiento alimentario de sus antecesores, buscaba con la mirada la puerta de doble hoja, única vía de escape de aquel infierno.
Quico le ayudó a centrarse:
─Quiero que hagas aparecer algo de un sombrero ─exigió con el ceño fruncido. Sus pecas se multiplicaron con su creciente malhumor.
─Claro, hijo... ─balbuceó Nemo.
─¡No soy tu hijo! ─le increpó Quico adelantando un paso en su dirección como una velada amenaza. Se volvió hacia el rincón adulto─. ¡Papá, este idiota no quiere sacar una paloma de un sombrero! ¡Que lo haga ya! ¡YA!
El coro que repetía Nemo el Memo apenas si tuvo mella en él. En cambio, Anabel fue más contundente:
─¡Oye, nada de asquerosas palomas! ─le previno─. ¿Es que no sabes que esos bichos comen todo tipo de porquerías y están llenos de virus? ¡Y se cagan en todas partes!
─No, señora, descuide, nunca uso palomas...
─Oye ─intervino Tomás un tanto molesto por ver interrumpida su charla con un posible cliente─, espabila con tu número o ahí tienes la puerta.
─Sí, señor, ense...
─¡Idiota...! ─se escuchó por el fondo hasta que su voz quedó engullida por el murmullo de muchos adultos farfullando sobre cosas importantes.
Quico seguía en sus trece.
─¡Quiero el truco del sombrero! ─insistió cruzándose de brazos. Por detrás de él, los otros niños habían iniciado una batalla usando pajitas de refresco y bolitas de papel ensalivadas usando a Nemo como blanco principal, si bien muchos de ellos se dedicaron a explorar el concepto de «fuego amigo».
El sombrero era más un trasto de atrezo barato que una pieza de vestir, de gran tamaño y factura tosca. Lo colocó boca arriba sobre la mesita y sacó de un bolsillo un pañuelo de seda morado...
─¡Está lleno de mocos! ─chilló Quico.
─Mocos como los que tú tienes, Caramico ─replicó un amigo suyo. Quizás no lo era tanto, pero a Nemo le cayó bien. Quico le disparó algo que no era papel mojado y que, poco antes, colgaba de su nariz.
...y cubrió el sombrero con cierta pose ceremoniosa. Arremangándose la chaqueta de su frac ─muy gris y muy húmedo─ iba retorciendo las manos en el aire a la par que canturreaba:
─Y ahora, unas palabras mágicas...
Los niños le dieron algunas sugerencias.
─¡Nemo el memo!
─¡Nemo cara de mero!
─¡Nemo que te meo!
Malditos hijos de... Pero esas tampoco eran. Escogió las que había usado en los
ensayos.
─...¡Abracadabra, pata de cabra, que un bonito conejito salga en este sombrerito!
¡Tachaaaaaan! ─concluyó jubiloso con una tensa sonrisa en el rostro congestionado.
Con un movimiento rápido, arrancó el pañuelo de su sitio y, por un momento, el silencio regresó a la zona de las sillas plegables. Una docena de ojos infantiles observaron atentamente el gran sombrero de copa que, en principio, estaba tan carente de magia y falto de vida como
poco antes.
Sin embargo...
Sin embargo, no tardaron mucho en asomarse desde el interior del sombrero dos diminutas esferas amarillentas engarzadas en lo alto de otros tantos apéndices. A aquellas antenas, pues no había forma de llamarlas de otra manera, le siguió un cuerpo rechoncho, también de color amarillo, salpicado al frente por dos ojillos de un blanco níveo. La criatura ─tampoco había alternativas al respecto─ se incorporó, agarró el borde del ala del sombrero con una manita culminada en cuatro dedos y dio un brinco tan ágil como inesperado que le llevó a aterrizar sobre la mesita. Que se hubiera conseguido que los niños siguieran en silencio sí era auténtica magia.
Mucho más tarde se sabría que el bicho ─vale, había alternativa─ en cuestión era un manhatto. Tenía forma de huevo puesto boca abajo, con las dos antenas ya mencionadas, otros tantos brazos que colgaban a los lados del cuerpo y un par de diminutos piececitos en la parte inferior. El manhatto miró el lugar con inusitada curiosidad, luego echó un vistazo al mago y saltó al suelo.
Definitivamente, aquello no era un bonito conejito; ni siquiera podría pasar por un conejito feo de cojones.
─¡Creo que se te ha caído un huevo! ─le dijo Tomás desde el otro lado de la terraza en un desafortunado momento en que se le ocurrió vigilar en qué se había gastado treinta euros contratando a alguien anunciado en una nota pegada a un buzón de correos.
─Yo no... ─tartamudeó Nemo mirando incrédulo a la criatura y al sombrero─. No sé qué es esto, señor...
─¡Ni tú ni nadie, por lo visto!
Con retraso, dos orejitas peludas se asomaron por el sombrero de copa. El show de magia proseguía. A las orejas, largas y algodonosas recubierta de una suave pelusa, le siguió una cabecita redondeada donde resaltaban dos ojos acuosos y un diminuto hociquito por donde se entreveían unos dientes aplanados. El conejito de pelaje blanco como la nieve, tímido, se detuvo un instante y les observó antes de salir del sombrero.
La parte desagradable era que a la cabeza le seguía la mano de un segundo manhatto. La sostenía como un trofeo sin importarle que la sangre que goteaba del animal le manchara el brazo. El segundo manhatto echó un vistazo al público silencioso, al mago incrédulo y a los rostros de los padres que al fin recordaban que tenían unas cosas llamadas niños a los que debían vigilar de tanto en tanto.
Este manhatto, idéntico al primero en color y forma, se reunió con su compañero. Caminaba moviendo los brazos de forma mecánica a la par que los piececitos se meneaban con un rápido vaivén que casi los volvía invisibles. Miró su cabeza de conejo y se encogió de hombros de la única forma en que una criatura en forma de huevo invertido, descuellada, bracilarga y pernicorta, podía hacerlo. Soltó la cabeza para darle una patada, pero falló el tiro. Intentó mantener el equilibrio a base de agitar los brazos como una gallina clueca, y con su caída demostró por qué los pernicortos jamás serían unos astros del futbol.
Quico se echó a reír a carcajada limpia, bien acompañado por sus compañeros de armas y bromas. El manhatto derribado se puso de pie, caminó hacia él y se situó a medio metro del chiquillo.
Y le hizo una peineta.
Por fin, los niños ─a excepción de Quico, claro─ se pusieron a aplaudir. El padre del muchacho no quedó tan complacido con la gracia.
─¡Oye, imbécil! ─le gritó a Nemo que no sabía dónde meterse ni qué estaba pasando allí. Tampoco atinaba a comprender cómo era posible que de su sombrero estuviera saliendo un tercer ser clonado de los otros dos─. ¿Qué coño crees que estás haciendo con esos estúpidos muñecos? Coge tus mierdas de los chinos y desaparece de una puta vez.
Los otros padres que habían concurrido a la fiesta se limitaban a sonreír y a esperar acontecimientos. El espectáculo era un tanto extraño, aunque de interés creciente.
Uno de los manhattos, como respuesta, se dio la vuelta y le señaló el culo a Tomás, lo que hizo que los niños estallasen con gritos y aplausos. ¡Por fin algo divertido!
Entre los pocos que no se divertían estaba Quico. Menospreciado por un huevo con patas, y blanco de las bromas de sus, hasta entonces, cómplices, decidió rescatar su reputación maltratada por cierto bicharraco ─tercera alternativa─. Arrambló con lo que pilló de una de las mesas cercanas y se dedicó a disparar tostadas, canapés y empanadillas a la criaturita.
Al manhatto no le hizo gracia. Quico siguió en sus trece ametrallándole, mientras Tomás y Anabel decidían tomar cartas en el asunto antes de que se les fuera de las manos. Se aproximaron a los niños, el mago y los tres... ¿cinco? muñecos articulados. Un sexto salió entonces del sombrero y se reunió con los otros.
Quico podía lamentar la carencia de muchas habilidades, pero la puntería no era una de ellas y, aunque el manhatto ─uno de ellos, tanto daba─ se mostró extraordinariamente ágil, capaz de saltar como si fuera un balón de goma, terminó dándole de lleno. Ahí sí, el manhatto se dejó de tonterías y fue a la fuente de su problema, un niño gordinflón, pecoso y de sonrisa equina. Naturalmente, a alguien así no le impresionaban unos esperpentos ridículos que apenas le llegaban a la rodilla. En cuanto se puso a la distancia suficiente, levantó su pie para aplastarle con su zapatilla del cuarenta y cinco. El manhatto le esquivó. Quico no pudo hacer lo mismo cuando aquel le agarró del pie y le retorció la pierna con un giro brusco haciéndole caer al suelo cuan largo y redondo era.
La criatura ya no parecía un muñeco mecánico; ni siquiera uno japonés hecho en Taiwan. Estaba tomando un cariz demasiado serio. Cuando el manhatto le rompió la pierna, de un golpe seco, las dudas se disiparon. El crujido del hueso al fracturarse dejó la terraza en completo silencio a excepción de un grito desaforado del niño que aullaba de dolor. El manhatto vengativo quería más. Saltó al pecho del niño que sollozaba fuera de sí, le agarró rabioso una oreja, acto tan propio de una celebración de cumpleaños, y tiró de ella arrancándosela de cuajo. Ahí, la certeza de que algo raro, y peligroso, estaba pasando creció muchos enteros.
A unos cuantos metros de distancia el sombrero de copa paría más y más seres, todos idénticos. Una cuenta rápida les indicaba que ya eran diez..., doce, dieciséis, ¿dieciocho? No, ya diecinueve. Apenas llegaban al suelo se escabullían entre las piernas de los hombres, las mujeres y los niños, ubicándose en los límites de la terraza.
El espectáculo dejó de tener gracia y se impuso un entreacto bien empleado por los presentes que medían más de dos palmos de altura para correr aterrorizados hacia la única puerta de salida de aquella terraza─trampa. Una mujer, oronda e histérica, fue la primera en llegar, si bien rodeada por un nutrido grupo de personas tan desesperadas como ella, cada uno acompañado por su respectivo niño. La mujer agarró el picaporte y tiró de la puerta hacia dentro, pero, apenas la hubo abierto, se cerró de golpe sin explicación alguna. Lo intentó una segunda vez, y una tercera. Era como si una fuerza mágica... No, mágica no: amarilla. Al mirar a sus pies descubrió a tres de esos endiablados seres bloqueando su salida. No parecían de buen humor. Los padres y los críos retrocedieron, pero el espacio libre de la terraza se iba reduciendo conforme más manhattos surgían del sombrero de copa caído en el suelo. El chorro emergente de criaturas amarillas se bifurcaba en dos afluentes, rodeándoles, dejándoles a todos ellos como un islote de humanos muy asustados y muy, muy preocupados por su futuro inmediato. El padre de Quico sostenía a su hijo en brazos acompañado de su atribulada esposa que le agarraba la mano con fuerza. La familia nunca había estado tan unida antes.
Pero el espectáculo estaba lejos de terminar.
Un bando y otro guardaron silencio. Se observaron por largos minutos, estudiándose como sólo podían hacerlo los rivales de un conflicto que iba a solventarse a través de una primera sangre ya derramada. Era difícil contabilizar el número de manhattos presentes. Colapsaban la terraza a excepción del centro donde se agolpaban los rehenes. Alguien retrocedió demasiado y tropezó con una mesa haciendo que una bandeja de plata cayera al suelo desparramando cubiertos y canapés. El golpe sonoro fue un tañido de gong que forzó a las criaturas a reaccionar. La barrera delantera de manhattos se disolvió por el centro y uno de ellos, de un tamaño algo mayor y una coloración tendente al dorado, avanzó por el pasillo recién abierto arrastrando con dificultad el dichoso sombrero de copa cubierto, una vez más, con el pañuelo de seda que el mago usara en su número.
Al llegar a primera fila, dejó el sombrero bajo las narices de Tomás, Anabel y Quico. Los demás estiraron el cuello para no perder detalle.
El manhatto dorado tiró del pañuelo morado y descubrió el interior del sombrero. No había ninguna paloma, ni conejito; ni siquiera otro manhatto. Lo que contenía era algo así como una pelota cubierta de pelo. Le dio una patada al sombrero, volcándolo. Lo que salió rodando de su interior era la cabeza del Gran Nemo que los vigilaba con sus ojos bovinos. El reguero de sangre que caía del ya inexistente cuello trazó un semicírculo en las baldosas del suelo como una grotesca y amplia sonrisa.
─¡Taachaaaaaannnn! ─exclamó la criatura de piel dorada extendiendo las palmas de las manos hacia la cabeza del joven. Sin embargo, no hubo aplausos. Alguno estuvo tentado de chillar, pero todo quedó en suspiros y gemidos ahogados. Contenían la respiración de una forma muy poco recomendable médicamente. El manhatto fijó los ojos en sus atentos espectadores, y dijo con una vocecilla aguda─: Para mi siguiente truco necesitaré algo de ayuda. ¿Quién se ofrece voluntario?
Casi un centenar de manhattos, incluyendo al que parecía ser su cabecilla, aguardaron ansiosos alguna respuesta, pero no la hubo. Como siempre sucedía en estos casos, parecían estar ocupados examinando sus bolsos, los bolsillos, el suelo o al que tenían más cercano. El manhatto dorado decidió que no tendría más remedio que elegir a uno él mismo.
El que iba a ser su ayudante le ofreció un pequeño cuchillo de plata empleado para el paté. El brillo del metal bruñido reflejaba un fino haz de luz, como un foco, y apuntaba, apuntaba a...

EPÍLOGO
Muy lejos de allí, a más de mil kilómetros de distancia, un mago ─este de edad, aspecto, naturaleza y propósitos bien distintos al Gran Nemo─ increpaba de muy mal humor a su discípulo. Tenia el rosto rojo por la ira, y los ojos coléricos despedían chispazos de tanto en tanto. En sus viejas manos agitaba un pergamino que se había pagado con las vidas de un puñado de neófitos.
─¡Te dije que debía ser agua de luna! ¡Agua de luna!
─Lo es, Gran Abkhazán ─se defendió el joven, un adolescente de cabeza rapada llamado, simplemente, Cot─. ¡Le juro que lo es! Yo misma la recogí, amo.
─Y doce cañas de bambús sagradas.
─También lo son ─respondió aquel.
El Gran Abkhazán releyó el pergamino arrugado que ya mostraba cierto deterioro en sus

bordes. Pasó la vista por los garabatos escritos y movió los labios conforme leía.
─¿Y la sangre de una cabra preñada?
─También, amo. De cuatro meses. Era una cabra sagrada, de raza. En eso no pudo haber
error.
Abkhazán agitó la cabeza.
─¡Pues ha de ser la virgen! ─concluyó exasperado.
─Pero, amo...
─¡No me mientas! Los demás ingredientes estaban bien. ¡Yo
mismo los guardaba a
salvo! Ha de ser la muchacha virgen. ¿Era virgen?
Dos pares de ojos se desviaron hacia el altar cuyos grabados laterales se habían

empapado con la sangre de una jovencita tendida en su superficie. Estaba desnuda, y un mango de ébano tallado asomaba por su vientre desgarrado de parte a parte.
─Lo era, amo.
─El Conjuro Terrible Manhatto especificaba las instrucciones, los ingredientes y el resultado: «Un ejército de criaturas embebidas de maldad pura obedientes a la voz de aquel que las invoque».
─Los preparativos se llevaron a cabo escrupulosamente. ¡Me aseguré de ello!
─Entonces, ¿cómo explicas esto, idiota? ─Alargó un brazo y le puso ante la cara el cuerpo descabezado de un conejo de pelaje blanco─. Habla, ¿cómo lo explicas? Y, aún más importante, ¿puedes decirme dónde está mi ejército de manhattos? 

1 comentario:

  1. me ha recordado a las tipicas pelis de terror de los 80 como los critters, los gremmlins o los ghoulies jajaja

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